Tras la anulación de su matrimonio con Catalina Howard y, para mas seguridad, decapitada su ex esposa, Enrique tuvo intención de casarse nuevamente. En este sentido, depositó su interés sobre una bella treinteañera, dos veces viuda, quien sería su tercera Catalina, pues se llamaba Catalina Parr.
Catalina Parr era hija de una dama de honor de la primera Catalina (a la que debía su nombre). Además, resultaba ser la mejor de las esposas, quizá porque el monarca ya no tenía sus bríos juveniles y necesitaba más una nodriza que una amante. En este sentido, a los fines de buscar la gratitud del rey, utilizó su experiencia en atender ancianos. Este conocimiento lo obtuvo de sus anteriores matrimonios que le habían impuesto, dejándola viuda en plena juventud. Ella lo cuidó en su vejez, soportó sus achaques y fue su paciente enfermera.
Además, logró reconciliarlo con sus hijas, luego de más de diez años de distanciamiento. A su vez, consiguió que ante el Parlamento las reconociera como legítimas a Isabel y María –hasta entonces consideradas bastardas–. Catalina se convirtió en una verdadera madre para Isabel y el príncipe Eduardo. El reconocimiento de legitimidad colocaba a María e Isabel como herederas respectivamente del trono tras el príncipe Eduardo.
La amistad de María y Catalina Parr se había forjado antes del casamiento con el rey, su padre. A causa de esta temprana amistad, María no sólo aprobó este casamiento (así como había desaprobado el anterior) sino que acompañó a los novios en una gira por el sur de Inglaterra. En la boda, fue una de las damas de honor y participante de los festejos y luego, compañera inseparable de la nueva reina.
Incluso esta amistad podía considerarse extraña por las diferentes creencias religiosas –cruciales en este periodo– que ambas profesaban: Catalina era calvinista y María católica. Sin embargo, la estima que ambas se tenían superaba ampliamente cualquier diferencia, habían hecho una especie de pacto de no mentar sus respectivas religiones y atenerse a los gustos en común.
Catalina hizo aumentar la renta de María y además le proporcionaba todo tipo de regalos, sobre todo joyas y ropas suntuosas que resultaban sus predilectas. Por el contrario, su hermana Isabel, como su hermanito, era luterana y sus rígidos principios le hacían desdeñar el lujo. Juzgaba pecador el comportamiento de las dos amigas, que gustaban de concurrir a fiestas y a bailes a los que ella rehusaba asistir, considerándolos ‘orgías”. Esta concepción aséptica se refleja en la carta que Eduardo, que por entonces tenía ocho años, le escribe a la reina Catalina: expresa que él tendría que proteger a su hermana María, que por causa de esas fiestas, las suntuosas vestimentas y joyas “se estaba dejando de comportar como una buena cristiana”.
Estas expresiones del príncipe Eduardo deben matizarse y ser analizadas bajo la luz de las concepciones de la época. Si bien es cierto que el rey Enrique, a causa de su gota, no solía concurrir a esas fiestas palaciegas y, si lo hacía, no podía bailar, éstas distaban mucho de ser las reuniones orgiásticas que tanto atemorizaban al pequeño príncipe y a su hermana Isabel.
En todo caso, el hecho de que ambas eran muy jóvenes explicaría su necesidad de concurrir, sociabilizar con los cortesanos letrados o solamente divertirse. Para los luteranos este tipo de conducta se concebía como licenciosa o apartada de lo tolerable. Quizá Isabel exageraba su luteranismo, por sentirse relegada en la consideración cortesana, pues mientras a María la llamaban princesa, a ella sólo la denominaban Lady (quizá por el recuerdo de que su madre había sido juzgada como una prostituta).
Hacia fines de 1546 el estado de salud del Rey empeoraba, a pesar de los cuidados de su esposa, en enero de 1547 fallece. Se estima que María lo acompañó en su agonía, antes del suspiro final, su padre le había llegado a decir que moría triste por no haberla casado, y le había pedido que protegiera al pequeño Eduardo de las amenazas del Vaticano. Pero esto último no puede ser cierto, pues bien sabía Enrique cuán firmes eran las convicciones católicas de su hija y, en caso de solicitar tal cosa, lo hubiera hecho a su esposa Catalina, que era luterana.
De esta manera, Catalina Parr, se convirtió en la única reina que sobrevive a los caprichos del rey Enrique VIII. Luego de su muerte, totalmente libre, no tardó en casarse con Eduardo Seymour, tío del rey Eduardo, nuevo monarca que había sido entronizado a la temprana edad de los nueve años.
Así, con esta escena de paz y concordia, termina la tempestuosa existencia de Enrique VIII y el relato de las vidas de las seis reinas consortes de este Barba Azul.
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